domingo, 25 de noviembre de 2012

Subí que te llevás, ¡dos!


Como si fueran mensajes en una botella, hacía tiempo que teníamos en La Fabricicleta y en Ciclofamilia varias preguntas de personas -catalogadas como adultas para el censo(r)- que consultaban sin pudor si sabíamos de alguien o de algún lugar en donde pudieran aprender a andar en bicicleta. En las cartas, más allá de una sencilla humanidad y de la alegoría sobre el paso del tiempo, se podía escuchar un eco paciente de afirmación femenina lista a convertirse en acción. Pero, ¿qué hacer con estos pedidos? ¿Cómo superar los pudores de dar, ofrecer, de recibir por simple humanidad? ¿Desde qué lugar hacerlo, desde qué técnica? ¿Desde un yo bicicletista que se las sabe todas en la bici? ¿Cómo enseñar sin convertirse en una academia Pitman? ¿Alguien entenderá que lo queremos hacer gratis? Lentamente, como un pequeño pinchazo inaudible que va desinflando la rueda con tenacidad, estas preguntas se fueron convirtiendo en una interpelación fuerte y amable a nuestra ética y estética bicicletista. Y como no soportamos ver una cámara sin emparchar, ni una pregunta sin responder, decidimos poner una fecha, una hora y hacer un volante de difusión con la consigna “si vos estás demasiado grande para aprender algo, nosotros estamos demasiado locos para ayudarte” para dejar en claro la intención.


El sábado 17 de noviembre, veinte minutos antes de la hora pactada ya estaban listos Hilén y el Tomi de La Fabri junto a una aspirante a rodar, aplicados a una impecable cebadura de un tereré verdeamarillo. En la espera, que es cuando suceden las revelaciones importantes, esta mujer se preguntaba por qué si había academias de yoga, de natación, de bonsái y hasta de lectura veloz, no existía una que enseñara a andar en bicicleta. La respuesta provisoria que encontramos es que si bien un “profe” de patín o de gimnasia pude enseñar cosas en una hora a diez alumnos (a algunos le dice que hagan algo, a los otros que hagan otra cosa y así) en la bici la escala del aprendizaje es cara a cara. Y este hecho, que hace de cada aprendizaje ciclista un momento que tiende a lo único, es también la dificultad para quienes por todos los distintos motivos que entran en el universo, no aprendieron en la niñez. Después llegaron tres mujeres más y largamos con el taller sin más palabras, sin más excusas, sin más demoras.

De la investigación previa, que incluyo la lectura de la experiencia de las Macleta en Chile y una prueba en el contrafestejo del 12 de octubre, concluimos en que el taller se resumiría a tres actividades de ambientación (pedaleada en el tándem, impulso de la bici con los pies y empuje hasta lograr el equilibrio pedaleando). Para las participantes, la sola experiencia del pedaleo en tandém ya les había valido el viaje hasta Agronomía, pero no dejaron de realizar los ejercicios propuestos con entusiasmo y con dedicación. A bordo del tándem, el piloto en algún momento levantaba las piernas para dejar de pedalear, con lo que además de producir una imagen poética, dejaba a la copilota con toda la sensación de empujar ella misma la bicicleta. Después las participantes se impulsaban con los pies y se dejaban llevar por la inercia aprendiendo a conducir y manipular la bici. En algún momento del taller, todas sin excepción realizaron un ritual tan incaico como urbano, al ir a buscar el abrazo cariñoso de la Madre Tierra, que los hombres sin fe de los alrededores confundieron con una caída pedestre.

Hacia el final de la tarde, como en toda función que se precie, llego el momento esperado. Dos de las participantes aceptaron ser empujadas arriba de la bicicleta con la estricta condición de que no dejaran de pedalear. Una de ellas, a poco de ser impulsada dijo “ahí está el viento, el viento en la cara” y traicionando su confianza la soltamos. Pedaleo unos metros sola, unos varios metros. Los suficientes para llegar al infinito.

Texto: Ciclofamila. | Video: Ale Del Cerro.
Bautizada en el bicicletismo: Andrea.

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